Kelly Martínez-Grandal

Suele verse a la fotografía como una copia de la realidad. Sin embargo, podría decir que, más que una copia, la fotografía es una transcripción de la realidad. Una trascripción que codifica una visión sobre y del mundo de un sujeto particular: el fotógrafo.
No se trata de disparar el obturador sólo porque esa realidad es bella o graciosa o rara. Se trata de decir algo sobre cómo la percibimos, sobre qué nos interesa de ella y así, decir también algo sobre nosotros mismos como entes reales.
Una buena fotografía tiene que, necesariamente, revelarnos algo sobre el mundo y sobre el fotógrafo, sobre el entorno y el momento que le ha tocado vivir, tener el raro privilegio de ser documento y, a su vez, obra de arte. Poseer un lenguaje y una estética propia. No satisfacer solamente las necesidades prácticas (como diría el sociólogo Ernst Gombrich) sino las necesidades estéticas y, cuando se dice estéticas, no se esta hablando necesariamente de lo bello (un bello paisaje, una bella mujer) sino del sentido poético de las cosas; de la manera en cómo podemos volverlas trascendentales sólo por el minúsculo hecho de que nos afectan.
No es que nosotros -seres comunes- no lo veamos. Me parece tiene algo de mito eso de que los fotógrafos ven lo que nadie ve. Tal vez nosotros también lo vemos, solo que no le conferimos la importancia que, como imagen, tiene. ¿Imagen de qué? Imagen del mundo, imagen del devenir del hombre, imagen de un momento y un tiempo determinados que no se repetirá, imagen de un individuo y su estar aquí. La labor del fotógrafo es atrapar eso. Y la imagen es memoria.